Finalmente mis vacaciones parecen llegar a su fin. Uno se la
pasa diciendo que podría estar tirado en una playa, panza arriba y bebiendo
agua de coco toda la vida pero la realidad es que en algún momento se requiere
de otra cosa. Algo de rutina, que es como una mantita que calienta los huesos
cuando uno esta tirado en el sillón. Además, una mochila de veinte kilos (o
diez, o lo que sea, da igual) al fin y al cabo cansa un poco. Es bonito
encontrarle un lugar apartado en el cual ni se la vea por un tiempo; aun cuando
es una compañera inseparable que ha recorrido diversidad de pueblos, aunque no
tenga ningún sello.
Y es así
que emprendí mi lento y largo regreso. Primero un vuelo de diez horitas desde
Bangkok a Moscú. Ese fue fácil. Un par de comidas, mas de cien paginas de esta
nueva novela que me toca (La era de shiva, un crudo retrato del norte de India
justo después de su independencia y la secesión con Pakistán), ¡una película!
(al fin esta pesada computadora tiene una utilidad) y por supuesto, una siesta.
En transito, en Moscú, el tiempo ya comienza a tomar otro ritmo. La diferencia
entre las horas de vuelo y las que suelen marcar las agujas del reloj (en este
caso viajo en contra del tiempo) empiezan a tener un peso en el cuerpo, una
densidad. Pero consigo recargar mi computadora para otra película (que luego no
voy a ver) y prosigo con la lectura de mi interminable libro de 450 páginas. El
vuelo a Barcelona es casi una agonía. Primero, durante el embarque, veo gente
colarse, incluso casi empujando a una mujer con su niño. Pienso: “los tai no
son muuuuuy civilizados, pero eso no lo vería nunca”. Luego, gente que adrede
se cambia de asiento, a sabiendas de que los van a mover… El primer mundo no me
llama, la gente esta muy sucia en algunos lugares. Las cuatro horas del vuelo
transcurren sin más, entre llantos de varios niños e irregularidades en mis
dispositivos tecnológicos que ya ni vienen al caso.
Llego a El
Prat, esperanzado. Allí me recibirá, casi a medianoche, uno de mis mejores amigos,
que vive en la ciudad y que hace casi exactamente un año que no veo. Se
presenta un gran inconveniente. No está. No aparece. Es increíble que el
lenguaje castellano es mucho mas nutrido que el inglés, sin embargo no
encuentro una palabra mejor para la explicación que misscomunication, que
vendría a ser algo asi como “una falla en la comunicación”. ¡¡EN EL SIGLO DE
LAS COMUNICACIONES!! No hay problema. Solo debo buscar en mis mails su teléfono
y su dirección. Pero en el espléndido aeropuerto de Barcelona no hay red
inalámbrica libre. Debido al horario tampoco hay abierto un locutorio. Mis
opciones empiezan a reducirse. Pienso: “¿otra noche en un aeropuerto? (ya
cuento: Lima, Caracas y Singapur), ¡no way!”.
El tiempo
ya se convirtió en un actor imparcial. A esta altura da igual si son las doce o
las dos de la mañana. Y bueno, me tomo un taxi. Es un gran sacrificio económico
a esta altura (solo cuento con 250 euros y debo pagar un mes de alquiler del
piso en Mallorca y supongo que algo de comida, supongo), pero… ¿a donde? Sé que
por solo 2 euros llego en bus a Plaza Catalunya pero… ¿que hago allí? No le
permito a mi mente aceptar la realidad y sigo dando vueltas con mi carrito
repleto de equipaje, buscando a mi ángel guardián en Barcelona (mi teoría sobre
los angeles guardianes quedara para otra exposición). Y allí recuerdo las
grandes enseñanzas del vipassana: anicca, todo es impermanente y hay que
aceptar las cosas como son pues en un instante serán distintas… Moraleja, debo
buscar un buen sitio para quedarme aquí…
Los
asientos de espera no parecen muy cómodos. Siempre pienso esto, por qué no
prevén este tema cuando construyen un aeropuerto. Es cierto que no da buena
imagen, pero se sabe que la gente, bajo determinadas circunstancias, se queda a
dormir allí. Solo un pequeño espacio separado para quien quisiera tirarse en el
piso. Encuentro un lugar perfecto. El único defecto es que es como en un
barcito que está cerrado por lo que sé perfectamente que al ser privado, siento
que estoy haciendo algo incorrecto y si me ven, me sacan seguro. Pero había un
sector en el que me parecía que seria invisible, con unos cojines muy cómodos.
Noto que del otro lado, como afuera del bar (sector aeropuerto), hay contra una
esquina dos jóvenes, que también medio camuflados, se tiraron ya con una bolsa
o algo así. Trato de no perturbarlos, después de todo serán mis colegas esta
noche. Casi sin pensarlo me quedo dormido.
Me despierto, veo el reloj: dormí una hora; nada mal, son ya
las tres. Me quiero dormir nuevamente pero tengo unas insaciables ganas de
mear. El dilema es que al estar en una zona del aeropuerto en la que no hay
nadie, si alguien me viera, digo, algún empleado haciendo sus rondas, me
delataría. Pero con el baño, como con Perón, no se jode. Voy al baño. Se me
ocurre la idea más ridícula. Si me encierro en el último casillero del baño,
con mis cosas, tal vez nadie me moleste. Ronda la idea en mi cabeza hasta que
efectivamente ingreso en los servicios y percibo ese inconfundible aroma a baño
limpio, a pinos de bosque canadiense, o algo asi. No es algo desagradable, pero
no da para llegar al punto de dormir allí. Regreso a mi lecho de rosas y un par
de minutos después lo siento. Es el sonido de los zapatos que aumenta en
volumen, en proximidad. Es el sonido de la ley.
La mujer se comporta de manera muy amable. Me pide mi
pasaporte y mi tarjeta de embarque y me explica que allí no puedo estar. Me
retiro mientras escucho que también van tras mis colegas. No por el hecho en
si, sino por la forma (como que se habían armado un re rancho, muy sudaca;
aunque eran españoles, eh). Escucho que se levantan y protestan. No comprendo
el sentido de estresarse por algo así. Los policías siempre son policías y
siempre encuentran algo que se esta haciendo "mal" para corregirlo
(es realmente muy fácil pensar como un policía). Parece que mi plan maestro se
vino abajo, pues pruebo los asientos y es imposible encontrar una forma
horizontal que no destruya algún hueso vital. Y allí se me ocurre la idea de
escribir este texto.
Y así paso las horas, entre guardias de seguridad que no
encuentran argumento para echarme de donde estoy y mi propia soledad, esa a la
que ya estoy acostumbrado, esa con la que ya me siento cómodo. Esa que es como
una manta calentita en una fresca noche de verano, tirado en el piso del
aeropuerto del Prat, esperando que el alba cambie esta realidad impermanente.