lunes, 26 de septiembre de 2011

Estilo Colonial

Cuando le comentas a alguien que estás viviendo aquí, en “la colonia”, de inmediato quieren conocer tu historia, saber cómo y por qué has llegado aquí. Describir la Colonia sigue siendo un gran desafío, a pesar de los dos meses de estadía. Lo primero que a uno se le ocurre mencionar de este pueblo a unos 45 kilómetros al sur de la capital de la isla, son las impresionantes playas de Es Trenc. Kilómetros de arena protegidos de la edificación característica de los lugares costeros. El pueblo forma una suerte de cabo que deja la sensación de encontrar océano en casi cualquier dirección en la que uno se mueva.

En los meses de verano pleno, el día se extiende hasta las diez de la noche aunque, según las costumbres europeas que veraniegan por estos lares, principalmente “guiris” –alemanes e ingleses–, el día de playa finaliza a la hora del té, y la cena no se extiende hasta después de las nueve. La calle que linda con el puerto es el lugar nocturno por excelencia. Una peatonal bien iluminada en donde se encuentran los principales negocios de comida ambientados de las formas más diversas.

Es muy fácil concluir que es, simplemente, el lugar perfecto para unas vacaciones tranquilas. Pero a medida que el tiempo va, inevitablemente, avanzando, comienza a aparecer la verdadera cara de este lugar en el que vive gente todo el año, hecho que tiene consecuencias notables en el comportamiento de sus habitantes. El primer fenómeno en mostrar esta conclusión es la puesta del sol. Durante el solsticio, a medida que la gravedad parece empujar el sol hacia el océano, da la sensación de que se producirá un perfecto atardecer de película, sobre el mar. Pero al acercarse más y más, el dibujo que se aprecia es una diagonal que invita a apostar si se producirá efectivamente el fenómeno o caerá sobre las tierras que se ven a lo lejos, en dirección a Palma. Dos meses después, debido a los fenómenos de rotación del planeta, el sol sí nos regala perfectos atardeceres a diario, que se pueden apreciar tanto desde la playa como desde el paseo costero que rodea todo el pueblo.

Todo el mundo avisa que “en septiembre se muere todo”. Si bien la premisa no es del todo cierta (porque el turismo interno –sobre todo la gente que posee algún piso aquí– y los jubilados le dan vida al lugar) sí se nota una merma con respecto a las multitudes de un par de meses atrás. A diferencia del verano argentino, en el cual la temporada arranca con multitudes en enero y luego va bajando en los meses sucesivos, aquí se inicia de manera leve en julio y es agosto el mes del estalle. La ilusión del cuento ceniciento tiende a desvanecerse. Por las calles ya no se ve tanta gente. El día comienza a extinguirse cada vez más temprano y la periodicidad con la que se limpian las playas de los vegetales que no quiere el mar, se alarga. La bipolaridad marcada por las estaciones climáticas influye directamente en el humor de los habitantes, quienes pueden mostrarse de la forma más amable y servil y al instante mostrar desconsideración total. Es por eso que al caer el verano la gente ya va cambiando también su personalidad, preparándose para el frío y la obscuridad que pronto el invierno traerá. Aunque también hay quienes aprecian de mejor manera los encantos de la tranquilidad que el verano no tiene. Por ejemplo la luna que, celosa de la rutina solar, aparece blanca y lejana por la tarde en lo más alto del cielo y se esconde, cerca del amanecer, bien cerca de la tierra, gigante y roja en la línea del horizonte, en donde el cielo se confunde con el mar mediterráneo.

A pesar de todo, los colonos siempre le preguntan a la gente de paso si regresarán, ya que los nuevos veranos siempre traerán nuevos viajantes que de alguna u otra forma influirán en los personajes de la colonia, esos seres extraños acostumbrados a la ciclotimia que imponen las estaciones del año.

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